Un amable lector de “Thought in Euskadi” me recordaba en privado que había una tercera vía, que había olvidado citar en mi último post volcánico. Entre los revolucionarios y los que quieren transformar el Sistema desde dentro, queda una tercera vía: el camino de los que voluntariamente deciden tomar el camino del exilio.
La comunidad científica es rica en exiliados, más o menos voluntarios, más o menos conocidos. Einstein pertenece al grupo de los más voluntarios y conocidos, y me han venido a la cabeza dos libros preciosos que nos cuentan sus últimos años en Berlín (El Mundo Alemán de Einstein, de Fritz Stern) (gracias por la pista, @Odilas), y los que después pasó en Princeton (112 Mercer Street: Einstein, Russell, Gödel, Pauli, and the end of innocence in Science, de Burton Feldman y Katherine Williams). A través de estas páginas descubrimos la “red social” de Einstein cuando no existían Linkedin, Facebook o Twitter, y las reflexiones y sentimientos de una de las mentes científicas más originales y brillantes que ha tenido Humanidad.
Antes funcionaban las cartas, escritas de puño y letra, las tertulias acompañadas por una tazá de café, las conversaciones en largos paseos bajo los árboles de Berlín y Princeton, que en otoño adquieren su tonalidad más rica. Hemos ganado en velocidad, sin duda, aunque no está tan claro que hayamos ganado en calidad…
He agradecido mucho el recordatorio: sin duda el exilio voluntario y activo es también una opción transformadora. Guardar las fuerzas para sumarlas en el momento decisivo, antes que dilapidarlas en una batalla desigual. De hecho, nuestro sistema de ciencia, tecnología e innovación es rico en exiliados, más o menos geográficos, que para coger distancia no siempre hace falta coger un tren. Personas en profundo desacuerdo con cómo funcionan las cosas, que han decidido que lo más inteligente era esperar el momento de volver.
A veces basta con elegir un refugio interior, desde el que poder seguir escribiendo cartas, desde el que poder seguir pensando en libertad, desde el que poder seguir compartiendo cafés y paseos con la comunidad de exiliados. Conozco a varios de estos refugiados del Sistema, que esperan pacientemente en la estación que han construido en sus vidas: ni indignados, ni resignados.
Esperan cosas sencillas, como un modelo de gobernanza en la que sus voces puedan ser escuchadas. Unas reglas de juego claras, orientadas a que los mejores puedan concentrarse en su trabajo, y a que el resto pueda ir mejorando. Un pacto sobre las cuestiones fundamentales que evite el desgaste continuo de unos contra otros.
Esperan en la Estación del Exilio, esperan la llegada de un tren cuya llegada ha sido ya anunciada, aunque nadie sabe realmente si finalmente llegará, o cuál será el viaje que propondrá ese tren. La mirada se pierde en las vías que, de momento, siguen vacías.
Yo, mientras tanto, me imagino dentro de ese tren, asomado por la ventanilla, esperando el momento de llegar a la Estación. Será un instante, tendré unos minutos para decidir si sigo en el tren, o si me bajo en la Estación, que por fortuna lugares donde refugiarme, dentro y fuera de mi cabeza, nunca me han faltado. Siempre me quedará la familia, los amigos y las montañas.
Probablemente lo decida mirando a los ojos de los que esperan en la estación. Quizá alguno decida subirse, otros se bajarán, para eso sirven las estaciones. Leeré su mirada, ni indignada, ni resignada, y decidiré qué debo hacer.
En el fondo de la decisión, estará la adivinanza que nos cuenta el protagonista de Origen (Nolan, 2010), y que me acompaña desde que la escuché. Ya sabéis que las adivinanzas son otra de mis muchas debilidades…
Te contaré una adivinanza. Estás esperando un tren, un tren que te llevara muy lejos. Tú sabes dónde quieres que ese tren te lleve, pero no dónde te llevara. Pero eso no te importa.
¿Cómo puede no importarte dónde vaya el tren?
La solución os la daré dentro de dos semanas, que escribiré mi post número 100 de Thought in Euskadi. Antes queda el número 99: la próxima semana, hablaremos del Gobierno ; )
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